Posteado por: golfenix | abril 6, 2008

Sobrevivir al corredor de la muerte

Inocentes

QUINO PETIT 06/04/2008

El estadounidense que jamás asesinó a una camarera. El japonés que nunca liquidó a sangre fría a un matrimonio. El ugandés que no mató a un hombre que en realidad estaba vivo. Los tres estuvieron a punto de pagarlo con sus vidas. Así se salvaron de la pena capital.

Como suele ocurrir en Arizona, el 8 de abril de 2002 fue un día soleado. Pero lo que cegó a Ray Krone a las cuatro de la tarde fueron los flashes de los fotógrafos y los focos de las cámaras de televisión. A las puertas del centro penitenciario de Florence (Phoenix, Arizona), reporteros de medio mundo se peleaban por cazar el mejor plano de la salida del condenado a muerte número 100 puesto en libertad en Estados Unidos desde la reinstauración de la pena capital en 1976. Aún tuvo que esperar veinte días para que el juez de la Corte Suprema de Arizona ratificase su inocencia. Fue entonces cuando la madre de la víctima del crimen que él no había cometido se acercó a pedirle disculpas entre sollozos. Ray le dijo que ella no tenía culpa de nada, a pesar de haber estado mirándole como si fuera el terrible asesino de su hija durante más de una década. A pesar de haberle llamado animal en alguna sesión del proceso. «Ella no me decía eso a mí; se lo decía al asesino».

Ray parece hoy un hombre normal que intenta llevar una vida normal tras sobrevivir al corredor de la muerte. Cuida a diario, con ayuda de su novia, la granja que ha instalado junto a su casa en Pensilvania. Desde allí cuenta que ha vuelto a jugar a los dardos y a pasear en moto. No tiene hijos. «Es una de las cosas más dolorosas del calvario que he sufrido. Creo haber perdido la oportunidad de ser padre. Tengo 51 años y no me gustaría convertirme en un abuelo para mi hijo».

Los que han dado con sus huesos en el corredor de la muerte en Estados Unidos suelen decir que es en lo primero que se piensa nada más llegar: el menú de la última cena. Pero Ray no podía concebir algo semejante el 3 de diciembre de 1992, cuando entró en la celda 3C8 del centro penitenciario de Florence. Se negaba a creer que el Estado de Arizona estuviera dispuesto a asesinarle por un crimen que no había cometido. Hasta ese momento, su historia podía haberse escrito como la de un veterano de las Fuerzas Armadas metido a cartero sin antecedentes penales. Ray Krone nació en Pensilvania en enero de 1957. Criado en un apacible poblado al sur del Estado, vivió una infancia normal en el seno de una familia normal, que acostumbraba a hacer cosas tan normales en Estados Unidos como ir a misa los domingos.

El mayor de los tres hermanos Krone se enroló en las Fuerzas Armadas tras su paso por el instituto. Durante seis años aprendió todo lo que un buen cadete debe saber. Abandonó el domicilio familiar y se trasladó a Tejas para recibir la instrucción. Después viajó a Misisipi y se instaló definitivamente en Phoenix en el otoño de 1980, un año antes de abandonar el ejército en busca de otras oportunidades. Tenía 24 años y para continuar con su carrera militar habría tenido que continuar estudiando. Probó suerte con algunos trabajos de mecánico y cinco años después ingresó en la oficina de correos. Por aquella época, Ray no era ningún playboy, pero tenía algunas novias. Vivía en una casita baja de dos dormitorios y disfrutaba de 340 días de sol al año. También participaba en competiciones de balonvolea y acudía con los compañeros del equipo a jugar a los dardos en el bar que les patrocinaba las camisetas, el CBS Lounge. El mismo lugar donde la mañana del domingo 29 de diciembre de 1991 el dueño del establecimiento encontró la puerta abierta y el cadáver de Kim Ancona en el cuarto de baño de caballeros.

El crimen tuvo lugar, conforme a las pruebas periciales, entre la una y las dos de la madrugada del domingo. Durante ese intervalo, Ray llevaba más de tres horas durmiendo. Fue algo que nunca se cansó de repetir durante los dos juicios que se siguieron contra él. Y así quedó demostrado. Las pruebas de ADN probaron su versión e inculparon a otro hombre, un asesino habitual de Arizona. Pero diez años, tres meses y ocho días después. Con un inocente condenado a muerte y a cadena perpetua de por medio.

La madrugada anterior a la del asesinato de Kim Ancona, Ray salió de farra con los amigotes del equipo de voleibol. Hicieron parada en el CBS y en otros bares aledaños. Como de costumbre, Ancona, la atractiva camarera del CBS, se encargaba de regar la velada. «Nunca tuve ningún tipo de relación con ella, más allá de la que puede tener el cliente habitual de un garito con los camareros. Jamás pensé nada más, a pesar de encontrarme soltero: ella vivía con su novio y tenía dos hijas adolescentes».

Ray volvió a casa dando tumbos a las dos de la madrugada del sábado 28 de diciembre de 1991 y a las cuatro ya estaba en planta. Se fue a trabajar con una resaca del diablo, que le llevó de cabeza al catre pocas horas después de terminar la jornada. A eso de la una de la tarde del domingo, unos tipos trajeados llamaron al timbre de su casa.

¿Es usted novio de Kim Ancona?

No. ¿Qué está pasando aquí?

Han encontrado su cadáver en el bar CBS Lounge.

Los periódicos locales publicaron que Ray llevó en su Corvette a la camarera de camino a una fiesta navideña una semana antes del crimen. Este hecho, junto a la habitual presencia de Ancona con sus amigotes en el CBS Lounge y el número de Ray en la agenda de teléfonos de ella, constituía toda la evidencia con la que contaba la policía para sustentar que él pudiera ser un novio o amante de la camarera.

Los hombres trajeados regresaron a casa de Ray al día siguiente de su visita y se lo llevaron a comisaría. Interrogatorios. Análisis de sangre, del cabello, de los dientes. «Yo no la he matado», hasta la saciedad. Otra de las pruebas a las que se aferró el juez de la corte de Arizona para condenarle a muerte fue la pedestre versión de un experto que relacionó las huellas dentales encontradas en el cuello de la víctima con los dientes que Ray llevaba cubiertos con fundas desde que se los rompió en un accidente a los 17 años. El martes 31 de diciembre de 1991, dos días después del levantamiento del cadáver, la policía le arrestó por asalto sexual, secuestro y asesinato de Kim Ancona. Estuvo preso en Phoenix durante seis meses, hasta que se abrió un proceso contra él. Apenas duró tres días y medio. El abogado del Estado asignado recibiría 5.000 dólares por defenderle. «¡Con eso no tienes ni para pagarte un divorcio en Estados Unidos!», apunta Ray. Habló por teléfono con su hermana y le contó lo que le estaba pasando. ?No te preocupes, no pasa nada. Soy inocente?. En ese momento no quiso pedir dinero ni ayuda a sus familiares. «Siempre pensé que saldría en libertad, que era cuestión de tiempo que encontraran al verdadero asesino». En noviembre de 1992 fue condenado a muerte. Tenía 35 años.

Un mes más tarde ingresó en el corredor de la muerte de Arizona, en el centro penitenciario de Florence. Los guardias del comité de bienvenida le dispensaron un trato que le recordó sus años en el ejército. «Aquí mando yo, y a partir de ahora harás lo que yo diga». Los agentes guardaron sus escasas pertenencias en una caja y le brindaron unos pantalones vaqueros de color azul marino, dos pares de calzoncillos y de calcetines y un par de botas. Fue conducido con las manos esposadas hasta su celda, la 3C8, de alrededor de tres metros de largo por un metro y medio de ancho. La vida, a la espera de ser ajusticiado, quedaba reducida a esas dimensiones. En compañía de una cama, un retrete y un pequeño lavabo.

Sólo podía salir de allí tres veces por semana, tomar una ducha el viernes y recibir tres comidas al día en horarios no establecidos. Ningún tipo de contacto físico con el resto de internos estaba permitido. Sólo tenía posibilidad de hablar con ellos cuando salía a uno de los 16 patios individuales contiguos a la galería. Se refugió en los clásicos. Moby Dick o El conde de Montecristo visitaron su celda. «Pero mi verdadera inspiración fue la Biblia».

¿Se puede tener fe cuando a uno le pasa algo tan kafkiano?

Sí. Se parece a la historia del santo Job.

Los libros empezaron a compartir el microespacio enjaulado con un televisor, una pequeña radio y una máquina de escribir. Cuando se encontraba con fuerzas, tecleaba a su familia frases como ésta: «Todo va a ir bien». Más que rabia, Ray aprendió a canalizar el formidable disgusto. «En el corredor de la muerte no puedes actuar emocionalmente. Se parece a esas situaciones límite en las que la vida te pone a prueba y no deben abordarse desde la emoción. Para sobrevivir allí, tienes que pensar en positivo». También aprendió a guardar las distancias. «Si los internos ven que hablas mucho con los guardias, empiezan a pensar que les pasas información».

¿Cuál es el peor momento que vivió en el corredor de la muerte?

Cuando veía que a un interno se lo llevaban al pabellón donde esperas una semana para ser ajusticiado.

¿Qué hacían esos hombres? ¿Lloraban? ¿Gritaban?

No vi a nadie llorar cuando se lo llevaban al pabellón de espera. Quizá pensaran: Hazme un favor. Todo el mundo decía que era mejor estar muerto que vivir de esa manera. Total, vas a palmarla de todas formas. En el corredor de la muerte te tratan como a un animal.

¿Usted pensaba eso, que era mejor estar muerto?

Yo no, porque era inocente. Eso me hacía mantener la esperanza al amanecer.

Así pasó tres años, aferrado al instinto de supervivencia. Sus familiares tenían derecho a visitarle una vez al mes durante dos horas. Junto a ellos gestó Ray el recurso de su caso ante la Corte Suprema de Arizona. Un primo de su madre costeó los honorarios de un buen abogado. «Ya sabes cómo funciona esto en Estados Unidos, sin pasta no consigues una buena representación judicial. Y ya había tenido una mala experiencia que no estaba dispuesto a repetir». Si el proceso que le condenó a muerte duró tres días, el del recurso, bajo una buena defensa, se prolongó durante seis semanas y media. Se practicaron pruebas de ADN y Ray fue declarado de nuevo culpable, pero consiguió salir del corredor de la muerte. En enero de 1996 fue trasladado a la unidad central del penal de Florence, sentenciado a cadena perpetua. Empezó a trabajar en la librería y recuperó más libertad para jugar al balonvolea, su deporte favorito. «Lo malo es que volví a tener contacto con la gente. La cárcel es el lugar más racista del mundo que puedas imaginar. Los blancos andan con los blancos, y los negros con los negros. El ambiente parece una bomba a punto de estallar».

Su abogado reclamó en 2002 nuevas pruebas de ADN que inculparon a otro hombre del crimen por el que Krone había sido condenado. En 1992, cuando fue sentenciado, la práctica de este tipo de análisis no era muy común en EE UU. En el Death Penalty Information Center aseguran que 127 condenados a muerte han sido puestos en libertad desde 1973 tras demostrarse su inocencia, de los cuales al menos 15 se libraron gracias a los análisis de ADN, no siempre admitidos en juicio. Ray fue uno de ellos. A las doce del mediodía del 8 de abril de 2002 recibió una llamada de su abogado: «Te vas a casa».

Algo por dentro había estado 10 años y medio insuflándole la confianza de que ese día tenía que llegar. Ray ordenó las escasas pertenencias de su celda y se despidió de los internos antes de cegarse a la puerta de la prisión con los destellos de los flashes de los fotógrafos y los focos de las cámaras de televisión. Un año después recibió la disculpa de los agentes de policía que aportaron las pruebas a su caso y del gobernador de Arizona. También recibió, en 2005, una compensación económica de 4,4 millones de dólares. «Pero tras liquidar los gastos de mi abogado, me quedaron 2,4 millones de dólares». Con parte de ese dinero compró la casa donde hoy cuida de su granja en Pensilvania, no muy lejos de su familia.

¿Ha buscado culpables entre quienes le llevaron al corredor de la muerte?

Si algo aprendí durante aquellos años, es que la rabia te destruye. Prefiero pasar el resto de mi vida contando que lo que me pasó a mí le puede pasar a cualquiera, que el sistema falla. Seguiré haciéndolo hasta el final, o hasta que se erradique la pena de muerte en Estados Unidos. Está en nuestra mano cambiar las cosas.

¿Cree usted en la justicia?

Creo en la justicia, pero no en el sistema judicial de mi país.

¿Es cierto que estaba de acuerdo con la pena de muerte antes de que le sucediera todo esto?

Sí. Pero hoy creo que no sirve de nada responder a un crimen con el mismo castigo. Como le dije a un reportero nada más salir de prisión: morir es fácil, lo difícil es vivir.

¿Qué le diría al próximo presidente, o presidenta, de Estados Unidos?

Algo así: ¿Puedes creer que esto ocurra en nuestro país? No tenemos que matar a nuestra gente. Debemos educarles, prepararles para que se conviertan en personas mejores en nuestra sociedad.

¿Cree que es posible acabar con la pena de muerte en Estados Unidos?

No es algo tan descabellado. No hace tanto tiempo, si alguien hubiera dicho que las mujeres podrían votar o que la segregación racial dejaría de existir, nadie le habría creído. Quizá haga falta otra generación que tenga el valor de abolir la pena capital.

Lo cierto es que el 69% de los estadounidenses apoya todavía la pena de muerte, según el último sondeo Gallup relacionado con esta cuestión. Si bien los partidarios siguen constituyendo una mayoría, ese porcentaje alcanzaba el 80% en 1994 conforme al mismo estudio. Sin que pueda hablarse en absoluto de tendencia abolicionista en Estados Unidos, los datos reflejan que las ejecuciones se han reducido hasta en un 60% desde 1999, su aplicación ha quedado limitada a 37 de los 50 Estados desde que a finales del año pasado Nueva Jersey anunciara su derogación y, en la práctica, rige una moratoria de facto de los ajusticiamientos en todo el país a la espera de que el Tribunal Supremo resuelva un recurso sobre la constitucionalidad de la aplicación de la inyección letal para liquidar al reo (lo que se cuestiona es la crueldad del procedimiento, que podría entrar en colisión con la octava enmienda de la Constitución, no la aplicación de la pena capital).

Consciente de este panorama en su país, Ray dedica gran parte de su tiempo a insistir en la abolición de la pena de muerte. Convocado por Amnistía Internacional (AI), el 15 de octubre de 2007 viajó a Nueva York para contar su caso ante los Estados miembros de la Asamblea General de la ONU, a cuyos representantes solicitó el apoyo a una resolución a favor de la suspensión mundial de las ejecuciones que la Tercera Comisión de la Asamblea General aprobó un mes más tarde, con el copatrocinio de 87 Estados, 99 votos a favor, 52 votos en contra y 33 abstenciones. El carácter no vinculante de esta resolución, que considera la abolición de la pena capital como esencial para la protección de los derechos humanos, no aminora su fuerte carga simbólica, además de haber impuesto al secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, la responsabilidad de informar sobre la aplicación de la suspensión en el próximo periodo de sesiones de la Asamblea General a lo largo de 2008, cuando se cumplen 60 años de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

«Lo que me pasó a mí le puede ocurrir a cualquiera; no basta con saber que eres inocente, como yo creía», insistió Ray en la sede de la ONU. Junto a él comparecieron, también convocados por AI, el japonés Sakae Menda y el ugandés Mpagi Edward Edmary, otros dos inocentes liberados tras pasar muchos años en el corredor de la muerte de sus respectivos países. «Estos tres hombres son una prueba patente de que la pena capital es administrada por sistemas viciados, con independencia de la cultura o los recursos del país en cuestión. Nadie sabe cuántos hombres y mujeres inocentes han sido ejecutados a lo largo de la historia. Pero el riesgo de ejecutar inocentes constituye otro argumento de peso para aprobar una suspensión mundial de las ejecuciones», argumentó Piers Bannister, experto de AI sobre cuestiones relativas a la pena de muerte, tras las intervenciones de Krone, Menda y Edmary.

Si 16 Estados eran abolicionistas de facto en 1977, hasta el momento 135 países han suspendido en la práctica el castigo de la pena capital, siendo Uzbekistán el último en sumarse, a principios de este año. A la espera de la publicación de los datos de 2007, los cálculos que AI maneja en relación a 2006 revelan que durante ese año fueron asesinadas legalmente en el mundo al menos 1.591 personas. De todas ellas, casi el 65% fueron ajusticiadas en China aunque otras fuentes elevan la cifra en el gigante asiático entre 7.500 y 8.000 personas, dato difícil de confirmar porque en China las ejecuciones son secreto de Estado?, donde han arreciado las críticas por la falta de libertades públicas tras la represión policial de las recientes manifestaciones en Tíbet que pueden empañar la imagen del país ante la inminente celebración de los Juegos Olímpicos. Mientras tanto, según AI, entre 19.000 y 25.000 personas siguen condenadas a muerte en todo el mundo.

Desde Irak, el cuarto país con mayor número de ejecuciones, pudimos presenciar a principios del año pasado la retransmisión en diferido del paso por el cadalso de Sadam Husein a finales de 2006, mediante la grabación llevada a cabo por uno de sus verdugos con la cámara de un teléfono móvil. Un paso por el patíbulo, el de Sadam, al que prácticamente fue empujado por el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, como consecuencia de su ansiada invasión militar iraquí, de la que acaban de cumplirse cinco años con resultados más que desconcertantes. No en vano, Bush, hijo, nunca ha ocultado su entusiasmo por la pena capital: bajo su mandato con puño de hierro como gobernador de Tejas, entre 1995 y 2000, se llevaron a cabo hasta 152 ejecuciones en dicho Estado.

Precisamente a raíz de la ejecución de Sadam Husein, el Parlamento Europeo aprobó en febrero de 2007 una resolución de condena del ajusticiamiento del depuesto dictador iraquí, que a su vez se sumó a la iniciativa italiana de promover en las Naciones Unidas la suspensión de la pena de muerte en los países que la mantienen. En el continente europeo ?donde por una parte ostentamos históricamente una interminable lista de ejecutados y por otra se gestó el origen del movimiento abolicionista en el siglo XVIII con la obra De los delitos y de las penas, de Cesare Beccaria?, la pena de muerte ni se aplica ni se puede aplicar en la práctica actualmente. Todos los Estados, salvo Rusia, que ha iniciado una moratoria, han ratificado el Sexto Protocolo de la Convención Europea de Derechos Humanos. Excepto en Bielorrusia, puede hablarse de un territorio sin apenas pena de muerte. Si bien España mantiene la excepción para el estado de guerra en el artículo 15 de la Constitución de 1978, la ley 11/1995, de 27 de noviembre, la declaró plenamente derogada.

Lejos del paraguas abolicionista europeo, los dos únicos miembros del G-8 que mantienen la pena capital son Estados Unidos y Japón. En el corredor de la muerte nipón tuvo la desgracia de recalar Sakae Menda por un crimen que, del mismo modo que el estadounidense Ray Krone, no había cometido. Si hay lugares donde no conviene estar en el momento menos oportuno, uno de ellos es sin duda el burdel cercano a la ciudad de Hitoyoshi donde este japonés pasó la noche del 29 de diciembre de 1948. Allí conoció la lamentable situación de una menor cuya madre obligaba a ejercer la prostitución. «Mi desgracia fue enterarme de aquello. Su madre quería mantenerlo en secreto». Menda tiene hoy 83 años y una paciencia de santo que le ayuda a contar una y otra vez su injusta historia para exigir la abolición de la pena de muerte. «Nadie está capacitado para condenar a otro de forma totalmente justa».

Desde su casa en la isla de Kyushu recuerda cómo durante aquella fatídica noche, a medio kilómetro del prostíbulo donde pernoctaba, alguien entró por la fuerza en un domicilio, robó lo que pudo, asesinó a sangre fría al matrimonio habitante y dejó malheridas a sus hijas. A la mañana siguiente, Menda llegó a la casa de un amigo, donde se alojó durante varios días hasta que cinco fiscales se lo llevaron sin mediar palabra a una comisaría de la policía autónoma de Hitoyoshi. Según Menda, uno de los fiscales ejercía también como proxeneta de la madre de aquella menor a quien falsificaron la edad en su documentación para que pudiera ejercer la prostitución. Ante el temor de que revelase algo sobre la identidad de la joven, su madre le inculpó a él del asesinato cometido cerca del burdel.

La policía le arrancó una confesión mediante «torturas indescriptibles», fue condenado a la pena capital e ingresó en el corredor de la muerte, tras la ratificación de la sentencia por parte del Tribunal Supremo, el día de Navidad de 1951. A lo largo de 11.315 días de encierro, nunca le avisaron de cuándo iba a ser ahorcado. Podía haber sucedido en cualquier momento. Ningún condenado a muerte en Japón conoce el instante de su ejecución salvo cuando ésta va a llevarse a cabo. «El miedo llegaba cada día a las 8.30. Después de la revisión de celdas, si te dejaban salir al recreo, contabas con un día más de vida».

En 31 años, nunca recibió una visita. Su primera esposa se divorció de él. En 1965, su padre le comunicó que en adelante ponía fin a todo tipo de relaciones paternofiliales. «Aunque en su fuero interno pensaba que yo era inocente, estaba avergonzado ante el resto de la sociedad. La idiosincrasia del pueblo japonés es así. Te estigmatiza de por vida y la gente te da de lado. Lo peor de todo fue no permitirme probar mi inocencia. ¿Por qué tenía que aguantar aquella situación sin ser culpable? Fui una víctima del sistema japonés, que se negó a buscar la verdad».

Pero él nunca se negó a encontrar una declaración de inocencia. El padre de un gobernador a quien enviaba libros transcritos al lenguaje braille, actividad que aprendió de uno de los internos, le aconsejó que enviara un escrito de súplica a la sección de Derechos Humanos de la Federación Japonesa de la Abogacía. La sentencia fue revisada y el 10 de junio de 1983 fue declarado inocente de los cargos que le condenaron a la pena máxima. Ese día pasó a ser una de las cuatro personas que han salido del corredor de la muerte en Japón tras la revisión de su caso.

Convertido en sexagenario, Menda contrajo matrimonio por segunda vez al recuperar la libertad y abrió una boutique con su mujer. Recibió una indemnización de cerca de medio millón de euros, cantidad de la que tuvo que descontar los gastos de sus abogados. «Pero cuando uno sale, el calvario continúa. La cruel idiosincrasia japonesa siguió estigmatizándome por haber sido condenado a muerte. A pesar de mi declaración judicial de inocencia, la gente seguía pensando que era un asesino. De hecho, mi registro civil sigue estando en prisión».

«Algo habrá hecho». El estigma del condenado a muerte también persigue al ugandés Mpagi Edward Edmary desde el año 2000, cuando obtuvo la libertad. Hoy tiene 52 años, una esposa y seis hijos. «Todavía hay personas que cuando escuchan mi nombre piensan que si estuve 18 años en el corredor de la muerte, debo ser culpable».

Edward fue sentenciado junto a su hermano el 29 de abril de 1982 por el atraco a un hombre a quien los jueces consideraron asesinado; 18 años después se comprobó que seguía con vida y que ellos no habían cometido el atraco. «En esa época imperaba la corrupción en muchos estamentos de mi país, y el judicial no iba a ser menos. Mi hermano falleció en prisión, a causa de una enfermedad contra la que las autoridades de la cárcel se negaron a conceder una medicación. Sabiendo que éramos inocentes, nunca podrán reparar el daño que me hicieron a mí y a mi familia».

En octubre del año pasado, Edward contuvo la emoción como pudo, se aferró a un micrófono y declaró en la Asamblea General de la ONU: La pena de muerte no es ni tan siquiera un castigo. Un castigo sirve para reformar, y matando a una persona le niegas la posibilidad de reformarse.

 


Deja un comentario

Categorías